20 de febrero de 2010

Y de ese modo el león se enamoró de la oveja...

Nuestras miradas se encontraron otra vez. Los ojos de Edward eran sorprendentemente tiernos.

—Y por todo eso —prosiguió—, hubiera preferido delatarnos en aquel primer momento que herirte aquí, ahora, sin testigos ni nada que me detenga.

Era lo bastante humana como para tener preguntar:

— ¿Por qué?

—Isabella —pronunció mi nombre completo con cuidado al tiempo que me despeinaba el pelo con la mano libre; un estremecimiento recorrió mi cuerpo ante ese roce fortuito—. No podría vivir en paz conmigo mismo si te causara daño alguno —fijó su mirada en el suelo, nuevamente avergonzado—. La idea de verte inmóvil, pálida, helada... No volver a ver cómo te ruborizas, no ver jamás esa chispa de intuición en los ojos cuando sospechas mis intenciones... Sería insoportable —clavó sus hermosos y torturados ojos en los míos—. Ahora eres lo más importante para mí, lo más importante que he tenido nunca.

La cabeza empezó a darme vueltas ante el rápido giro que había dado nuestra conversación. Desde el alegre tema de mi inminente muerte de repente nos estábamos declarando. Aguardó, y supe que sus ojos no se apartaban de mí a pesar de fijar los míos en nuestras manos. Al final, dije:

—Ya conoces mis sentimientos, por supuesto. Estoy aquí, lo que, burdamente traducido, significa que preferiría morir antes que alejarme de ti —hice una mueca—. Soy idiota.

—Eres idiota —aceptó con una risa.

Nuestras miradas se encontraron y también me reí. Nos reímos juntos de lo absurdo y estúpido de la situación.

—Y de ese modo el león se enamoró de la oveja... —murmuró. Desvié la vista para ocultar mis ojos mientras me estremecía al oírle pronunciar la palabra.

— ¡Qué oveja tan estúpida! —musité.

— ¡Qué león tan morboso y masoquista!

Su mirada se perdió en el bosque y me pregunté dónde estarían ahora sus pensamientos.

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