28 de febrero de 2010

Bienvenida a casa


En cuanto apagué el motor, él ya estaba abriendo la puerta de mi lado. Me sacó en volandas de la cabina con un brazo mientras que con el otro cogía mi bolsa del asiento trasero y se la colgaba del hombro. Sus labios se encontraron con los míos al mismo tiempo que le oía cerrar la puerta de la camioneta con el pie.
Sin dejar de besarme, me levantó en el aire para acomodarme mejor entre sus brazos y me llevó hasta la casa como si fuera un bebé.
¿Acaso estaba abierta la puerta? No lo sabía. El caso es que habíamos entrado y yo me sentía mareada. Me recordé a mí misma que debía respirar. El beso no me asustó. No era como otras veces, cuando sentía el temor y el pánico agazapados por debajo de su estricto control. Ahora no sentí sus labios nerviosos, sino
ardientes. Edward parecía tan emocionado como yo ante la perspectiva de una noche entera para concentrarnos en estar juntos. Siguió besándome durante un buen rato, de pie en la entrada. Parecía menos atrincherado de lo habitual, y su gélida boca mostraba una apremiante necesidad de la mía.
Empecé a albergar un cauteloso optimismo. Tal vez conseguir mis propósitos no iba a resultar tan difícil como me había esperado.
No, me dije, sin duda será bien difícil, y aún más.
Con una leve risita, Edward me apartó un poco y me sostuvo en el aire a casi un
metro de su cuerpo.
—Bienvenida a casa —me dijo, con un brillo cálido en los ojos.
—Eso suena bien —le respondí sin aliento.

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